Villar de Argañán

Semblanza de Juan Nogales Delicado por Juan Manuel de Prada

Mas información sobre Juan Nogales Delicado en:

A continuación se recoge la parte dedicada a Juan Nogales Delicado de un artículo, publicado por Juan Manuel de Prada, en el nº 58, de septiembre de 1998, de la revista “Republica de las letras”, titulado “Galería de raros”.

Quizá el ejemplo más disparatado de este tipo de escritor -y utilizaremos la palabra «escritor» entre comillas- y que demuestra hasta qué grado de locura habían llegado ciertos personajes sea Iván de Nogales, un ricachón, casi millonario, de la provincia de Salamanca, que llegó a Madrid con la pretensión vana de triunfar literariamente. A él le he dedicado una semblanza que creo que es divertida, no porque yo le añada ningún tipo de divertimento, sino porque su vida realmente es disparatada y mueve a la hilaridad. Y se la voy a leer. Espero no extenderme demasiado y espero que, si me extiendo, ustedes me lo sepan perdonar. Se titula «Iván de Nogales heteroclitorizado y efervescente» y dice lo siguiente:

A los arrabales de la literatura, esa ferretería humana donde se amontonan los poetas escacharrados o herrumbrosos, los poetas que esperan el desguace, los poetas que chirrían y los poetas que han extraviado algún tomillo, se puede llegar desde la miseria, pero también desde el esnobismo que proporcionan el dinero y las secuelas de una vida cosmopolita. Juan de Nogales, que siempre firmó «Iván» porque no soportaba la vulgaridad mostrenca de su nombre de pila, pertenece a esta segunda estirpe de tarambanas con la cartera reventona de billetes y el culo inquieto. Practicó, amén de la poesía erótico lírica, el faquirismo genital, el Pentecostés de idiomas y dialectos, la convocatoria de hectoplasmas, la filatelia de sellos y estampas pornográficas, el amaestramiento de pulgas, la dieta vegetariana, el diletantismo, el revoloteo teosófico, el nomadismo sentimental y marítimo con los correspondientes naufragios y gonorreas, el dadaísmo político, la crítica pictórica, la apertura de cuentas corrientes en el Banco Hispano Americano y la peluquería de montes venusinos y sobacos, entre otras muchas disciplinas de gran enjundia y aprovechamiento. Con esta panoplia de excentricidades, convendrán que merece la pena escuchar la semblanza que a continuación le dedico.

Iván de Nogales nació en 1884 en Ciudad Rodrigo, provincia de Salamanca, una localidad, según Ramón Gómez de la Serna, «de paletos que hasta muelen la hache de harina y se la comen». En honor a la justicia poética, que es la que nos interesa, creemos que Ciudad Rodrigo no ha parido solamente paletos, sino también escritores amenos y cortesanos como Feliciano de Silva y Cristóbal de Castillejo. Iván de Nogales fue el primogénito de un prócer mirobrigense, aunque oriundo de Sevilla, don Dionisio de Nogales Delicado, terrateniente e hijodalgo, polígrafo de registro costumbrista que pergeñó una historia de la muy noble y leal ciudad de Ciudad Rodrigo, publicada en 1882. La familia Nogales habitaba una mansión o palacio en Villar del Puerco, hoy Villar de Argañán -los lugareños alternaron la toponimia para evitar palabras malsonantes-, de gran originalidad arquitectónica.

Allí creció Iván achicharrado por un sol con pretensiones de barbacoa caníbal, estuprando a las doncellas de la servidumbre, cultivando una imaginación calenturienta, casi candente, que su padre intentó apaciguar mediante la contratación de un pedagogo, un tal Modesto Pérez, escritor de poco fuste que con el tiempo escribiría una semblanza de su pupilo, Ciudad Rodrigo y sus hombres: Juan de Nogales. 1918, en la que encontramos algunos datos esclarecedores y patidifusos que nos explican la psicología y el posterior comportamiento del biografiado.

Modesto Pérez e Iván de Nogales, después de las horas consagradas al estudio o a sus sucedáneos, salían a cazar por las posesiones familiares, pero jamás llegaron a emitir un tiro, pues ya en el adolescente Nogales se atisbaban los síntomas de un ecologismo que lo impulsaría a alistarse en varias sociedades antivivisectoras y vegetarianas.

Una vez que el pedagogo fue relevado de su cargo, y una vez que todas las criadas de la mansión habían sido desfloradas, Iván de Nogales dio por concluido su aprendizaje sedentario. Quería conocer geografías utópicas, quería aparearse con mujeres de otras razas y desparramar su prole por regiones antípodas o extramuros del mapa, quería ingresar en la marina mercante, también dejando una retahíla de novias llorosas y embarazadas en cada puerto.

Dionisio, su progenitor, de natural permisivo y propenso a la prodigalidad, hizo la partición hereditaria y le adjudicó un patrimonio de muchos miles de pesetas, pensando, como aquel padre de la parábola, que la oveja volvería al redil una vez esquilmado el último real. No se equivocaba del todo, aunque sólo acertase a medias. Iván de Nogales embarcó, pues, e inició un periplo que le serviría para cultivar las rarezas más inverosímiles y estudiar unas pocas palabras de cada dialecto con que se topaba, las suficientes, en cualquier caso, para chapurrear los rudimentos del lenguaje anatómico. En Viena aprendió a rascar las cuerdas del violín. En Lenber [¿] recibió clases de fotografía trascendental, disciplina que consiste en impresionar placas mediantes la hipnosis y la sugestión. En Madagascar alternó con faquires que le recomendaron, para mantener una erección continua, el ensartamiento de agujas en la uretra, truco que más tarde emplearía para rehuir los peligros de la impotencia y el gatillazo. En el Pireo se incorporó a una colonia naturista que regentaba un hermano de Isadora Duncan. En Salk Lake City convivió con una comunidad de mormones que le contagiarían cierta predilección por la poligamia. Un transbordo en Berlín le bastó para ingresar en la sociedad teosófica de la que luego sería apóstol activísimo tras superar los ritos iniciáticos. También recaló en Nueva York, Baltimore y Filadelfia; en México, Veracruz y La Habana; en Moscú, Nápoles y Cracovia, antes de desembarcar en París, donde se consagraría al pilotaje de aviones y a la pintura. Por doquiera que pasaba, iba dejando el pabellón bien alto, hazaña que se reduce a bagatela si tenemos en cuenta la aguja de la uretra.

En París deambuló por el barrio de Montmatre, emborrachándose de un ajenjo que transmitió a su piel una cierta tonalidad enfermiza, casi verdosa, que le otorgaba. en combinación con el bronceado marítimo, un aspecto como de gitano enfermo. Abordó la técnica del óleo y del carboncillo, con el magisterio de pintores más o menos vagabundos, más o menos mendicantes, que le arrebañaron los bolsillos, y empezó a emborronar lienzos con retratos de mujeres en cueros, cuadros de un estilo trasnochado, pero no exento de una cierta originalidad, pintados a trozos, como un rompezabezas cubista. El aspecto fragmentario de aquellos desnudos femeninos se debía a la confluencia de inspiraciones. Una italiana le servía como modelo para el pecho; una griega que había conocido en la colonia naturista, para el vientre; una mormona los tobillos; los problemas se agravaban cuando Nogales se disponía a pintarrajear las zonas más estrictamente pudendas: había hendido, en palabras de él, tantas granadas de carne roja con su yatagán desenvainado, que le daba ciertos reparos coger una y desestimar a las otras.

Ante estas dificultades selectivas, Nogales tomó por el camino del medio, como no podía ser de otra forma en alguien que había hecho del pansexualismo una religión confusa. Se casó ante los altares con una portuguesita modosa y fecunda, hija de diplomáticos, llamada Carmen de Quevedo, que con el tiempo le propinaría dos vástagos, Virginia y Christian, y una monotonía sexual -no había nacido Nogales para hendir una sola granada- que harían inevitable la separación. Mientras duró el matrimonio, sin embargo, pudo completar sus escarceos pictóricos, que expuso en el Ateno de Madrid con el consiguiente recochineo de las cucarachas y también de aquella turbamulta de bohemios camastrones que amueblaban la cacharrería. Herido en la víscera del orgullo -pero, considerando sus dotes faquirescas, no creemos que le doliese mucho el escarnio- , Nogales trabajó como aprendiz en el estudio de Cecilio Pla, que intentó inculcarle un arte más casto, apuntes paisajísticos, bodegones y otras pijaditas, con resultados nulos.

Durante esta primera estancia en Madrid, Nogales frecuentó tímidamente la tertulia sabatina que Ramón había fundado en las catacumbas del café Pombo para organizar concursos de pedos y de greguerías, y trabó amistad con Don Santiago Alba, aquel estadista que tantos quebraderos de cabeza le causarían al dictador Primo de Rivera. Nogales viaja a Ciudad Rodrigo con la disculpa de presentar en sociedad a su esposa, pero regresaba para recaudar fondos paternos, y se ve envuelto en varios sarampiones y marejadillas de la política municipal.

Fundó y presidió un círculo albista mirobrigense, y se dejó encapuchar por varios amigos de la familia que le hicieron concejal en unas elecciones con pucherazo, y más tarde alcalde, aprovechando la deserción apresurada de su predecesor.
Nogales, cuyos orígenes patricios se habían ido diluyendo en un tráfago de viajes y coyundas más o menos democráticas, impregnó sus actuaciones de un reformismo desaforado. Como primera medida de choque, ordenó la incautación de la cosecha de trigo para asegurar el abastecimiento de la ciudad.

Ramón, en La sagrada cripta de Pombo, 1924, nos cuenta que hubo una sesión ruidosísima y épica en el Ayuntamiento, en la cual presentó la dimisión con carácter irrevocable. Desengañado por el cerrilismo de sus paisanos, se dejó crecer una melena distribuida en trenchas, prolija de rizos y piojos, que de vez en cuando se teñía de verde y sacaba a pasear por la plaza del pueblo, para escándalo de las beatorras que acudían a la misa vespertina.

Lo asaltaban las primeras veleidades literarias y traduce Holocausto de la guerra, seguido de un Himno a Francia del poeta simbolista Estanislav, Foumet [¿]. Pero antes de marcharse a Madrid, montado en un fragoroso automóvil de cientos de caballos, en un vértigo de claxons y melenas que le obstruían la visibilidad, a la conquista de los cafés y las academias.

Había mandado imprimir una tarjeta de visita en la que, junto a su nombre y apodo o trabalenguas que él mismo se había adjudicado, Pimpilcalchaute, figuraban sus mil y un oficios y ocupaciones, desde «miembro del club esperantista Globe Trotter» a «accionista del balneario de Retortillo». Esta tarjeta, pero también su cartera repleta de billetes, le abrieron las puertas de la Escuela de Bellas Artes, donde alquilaba los servicios de las modelos para peinarles el pubis con un peinecito de carey. Esta peluquería del pubis dejaba a las muchachas horripiladas y en un estado de enajenación transitoria que propiciaba otras aproximaciones acaso menos inocentes. Al final de la sesión, las muchachas marchaban, erizadísimas de entrepierna, recorridas por un calambre que les duraba semanas. A la vez que practica estas perversiones capilares -todo esto es verdad, eh, no se crean que me lo estoy inventando, Nogales comienza a cultivar una pose que lo haría celebérrimo en los círculos culturales. A las juntas del Ateneo acude disfrazado de balance, con gráficos de sumas, restas y multiplicaciones, según nos cuenta Ramón Ledesma Miranda en Historias de medio siglo, y visita los antros de la bohemia madrileña dejándose sablear y donando los filetes que le habían cocinado en el hotel, pues él, obstinado en sus tendencias vegetarianas, sólo cataba la carne en postura decúbito prono o supino. Para transportar estos filetes utilizaba, según el testimonio de Ramón, un pedazo de papel de estraza doblado como un papel de esos que se llevan por exceso de precaución, suponemos que bastante grasiento y marranoide. Sea como fuere, muchos bohemios se relamieron con aquel maná que les aliviaba las noches de Carpanta.

Armando Buscarini, por ejemplo, les dedicó su novelita La cortesana de Regina, y una dedicatoria de Buscarini exigía gran constancia en la dádiva.
En 1921, cuando el ultraísmo ya había calado como una lluvia de licores absurdos en la sensibilidad de las nuevas generaciones, Iván de Nogales decide publicar un librito de poemas bastante extenso, de un erotismo furioso, que debería figurar entre las cimas de nuestra vanguardia aborigen. Lo tituló Nueces erótico-líricas heteroclitorizadas y efervescentes, y aspiraba a ser el primer volumen de una biblioteca pimpilcalmecautesca que Nogales ya tenía en prensa cerebral, expresión suya, y que hubiese incluido títulos tan inequívocos de su monomanía como «Conejarium sentimental» y «La religión de la almeja profunda».

Iván de Nogales, nos revela César González Ruano, hacía vender sus Nueces erótico-líricas acompañando el ejemplar de un cascanueces que entraba en el precio, lo cual lo convierte en precursor del libro con cacharrito. Sólo por esta condición pionera merecerían estas Nueces eróticolíricas heteroclitorizadas y efervescentes figurar con letras de molde en los anales del arte interactivo, pero es que además cuentan con otras virtudes que las convierten en una pieza delirante, empezando por la dedicatoria, de una virilidad a prueba de bomba. Voluptuosa, la composición que sirve de frontispicio al apartado épico-lírico es un poema de largo aliento, a pesar de los jadeos que en él proliferan, con absoluto desprecio por el metro y el ritmo y la rima, pero muy devoto de los sobacos femeninos. Y dice así: «Ah, sí. Recuerdo que mientras quitabas el sostén la había tenido con un ósculo sediento, larguísimo y febril, en su amorosa axila, de un rubio dorado ceniciento, y del delicioso perfume femenil por mí tan deseado. Oh, qué linda caverna, qué bella oquedad, volvamos a besarla, besémosla otra, besémosla otra, aún más». Esta preferencia por las axilas intensas, que nadie se había atrevido a manifestar en la literatura española antes de Nogales, sería posteriormente secundada por Buñuel y Agustín Espinosa. No saben lo que se pierden los partidarios de la depilación. Tras la prospección axilar, Nogales se demora en la falda del monte, «vergel aurienredado, fresco, que segaban mis dientes, vida mía, muñequita de todo mi amor, mujercita de nervioso acero, vibra una vez más al unísono conmigo. No sólo mi carne, sino mi alma han de confundirse con la tuya, aterciopelada y suave de pájaro cantor .Y así diciendo, sobre el monte tranquilo y admirable, oro tostado y grana, derramé mi incienso».

Dejando aparte esa fusión de alma y cuerpo que nos trae a la memoria cierto soneto de Aldana, el poema persevera en la descripción de circunstancias anatómicas. Después de ese primer clímax, Nogales vuelve a la carga con símiles que parecen tomados del Amadís de Gaula: «Mis dientes y mis labios aprisionan la pulpa coralina de su boca, en tanto que rampando, rampando, el paladín de ensueño de las vírgenes entre los albos flancos escala el monte, por el que baja arroyuelo cristalino del espasmo y hacia el naciente, mi valiente caballero ábrese camino con su acero, lo desconocido no amedrentándole, y avanzando, avanzando, el paladín de ensueño de las damas por el mórbido túnel se abre paso, cantando un himno a la vida y vertiéndola, grato». Así cualquiera, con una aguja en la uretra.

En un tono más o menos equidistante se desenvuelven los poemas de esta primera sección, en los que se suceden hasta once distintas dedicatorias, como aquella Elena, modelo portuguesa, que con el vaivén que imprime al coito propicia estos versos de pie quebrado: «Que esto me envenena, me gangrena, me barrena, me condena, y cercena el corazón».
En las secciones segunda y tercera, el libro apacigua, y aunque reincide en penetraciones y picotazos, también incluye poética superflua: «Mi verso es espontáneo, no me importa la métrica. La métrica es señora apolillada y vieja», así como una parodia de León Felipe: «y dejo en mi casa un rasero, un viejo palanganero, una gorra apolillada, el tarro de la canela y el retrato de mi abuela».

Para que no decaiga la fiesta, Nogales clausura sus Nueces con un poema dedicado a don Pío Baraja, en el que un perrito espía los continentes que su dueña le muestra por debajo de la falda, y en su fidelidad canina exclama: «Guau, guau, hay mucho qe lamer».
La publicación de Nueces le acarreó a su autor una rechifla poco caritativa, lindante con el desprecio, que lo alzaría de los quehaceres líricos. No obstante, Iván Nogales siguió alimentando una biografía populosa de pecados contra el sexto mandamiento, que siempre son los peores, los más mortales o los que más mortalmente fastidian al prójimo que no los pudo cometer.

Durante los años 20 se le vio pasear mucho por Madrid, tejiendo musarañas, acompañado de un lazarillo algo sarasa a quien llamaba Guzmancito, que le sacaba lustre a los zapatos y le rascaba la melena con un tenedor, para aliviársela de piojos y pensamientos impuros. En 1921, cuando la fiebre ultraísta ya había llenado de cadáveres el cementerio de la literatura, Iván de Nogales todavía publicó un par de opúsculos sobre asuntos pictóricos y teosóficos. En el primero, La mujer, primer pintor de la humanidad, empleando una sintaxis del paleolítico superior, llega a la conclusión de que las pinturas rupestres son obra de manos femeninas, debido al escaso grosor de su trazo dactilar, pues los hombres trogloditas, afirma, tendrían unas manazas que seguramente serían mayores que las del obrero manual de hoy. Con estas razones quirománticas despacha Nogales el asunto. En ese mismo año publica también Nubarrones en la sociedad teosófica, un folleto en el que hace un llamamiento a la unidad de los teósofos, como antes San Pablo hizo un llamamiento a la unidad de los cristianos de Corinto, sin agregación de etiquetas.

Para fomentar esta camaradería advierte de las «injerencias bastardas e insidiosas que se han infiltrado en el campo teosófico», de las que menciona «el culto al sagrado corazón» y «la creencia en una divinidad cacique, vengativa y cruel, que manda hacer tanta degollina y carnicería».

Iván de Nogales no creía en el dios mosaico. Hacía profesión de fe, en cambio, en una trinidad compuesta por el bien, el sensualismo y la belleza, que dejó de encontrar en España cuando Primo de Rivera empezó a dictar ordenanzas y pragmáticas contra quienes cortejaban y piropeaban a las mujeres en público. Murió en Hendaya en 1927, no se sabe si tuberculoso o sifilítico o infartado, tres formas de claudicación que admitirían un origen venéreo, a poco que nos pusiésemos a elucubrar. Iván de Nogales heteroclizado y efervescente, rapsoda de coños y zonas limítrofes, habrá encontrado un paraíso donde las nubes tengan consistencia de pluma de ganso para poder beneficiarse a los coros de vírgenes y ángeles y arcángeles, cuyos sobacos serán de una sustancia muy parecida al algodón de azúcar, con pelambreras como penachos de espuma. Su erotismo desquiciado estará causando a estas horas cosquillas entre las faunas celestiales.

Y esto es todo los que les quería decir. Muchas gracias.

Nota: la existencia de este artículo me ha sido facilitada por Charrita

(subir)